Desde la
antigüedad los hombres hemos vivido en comunidades cada vez más
complejas. Estar juntos y en grupo ha permitido que evolucionásemos
como especie. Somos lo que somos gracias a que hemos aprendido que el
apoyo mutuo era la única forma de supervivencia. Si hubiésemos sido
una especie individualista y solitaria nunca habríamos evolucionado
tanto, no habríamos necesitado ni siquiera desarrollar el lenguaje,
la escritura, el arte.
Sin embargo,
nuestros ancestros eran más sabios: conocían la importancia de
vivir juntos, de compartir y apoyarse. En otros tiempos, incluso los
hijos venían al mundo y eran criados por toda la comunidad.
Pero con los
siglos nos hemos olvidado de todo esto, y ahora vivimos en ciudades
pobladas por millones de habitantes, aunque estamos más solos que
nunca. Por eso aparecen el egoísmo, la indiferencia, las
depresiones, la soledad y los conflictos. Los niños
crecen desconectados del resto de la comunidad humana y ya desde
pequeños desarrollan
desconfianza hacia los demás. Ahora nos domina el egoísmo y
pensamos que es importante estar solos y que nadie invada nuestro
territorio. Alejamos a cualquier persona que se acerca a nosotros
porque la vemos como una amenaza. Pensamos que la evolución solo es
la científica y tecnológica, y nos olvidamos del lado humano que ha
ido involucionando mientras progresábamos con la tecnología.
¿Cómo
podemos volver atrás para comprender la importancia del compartir?
Todos sentimos algunas veces esa profunda nostalgia hacia tiempos
pasados, cuando vivíamos todos juntos sencillamente, y nunca
estábamos solos. Todos hemos experimentado alguna vez la maravilla y
la magia de compartir algo con los demás, después de un viaje o
alguna actividad en grupo, cuando se crea una alquimia y una conexión
entre varias personas de la que surgen instantes maravillosos. Son
momentos en los que las cosas fluyen y nos sentimos parte de algo más
grande.
Vivir en
comunidad implica una verdadera comunicación
y colaboración con los demás, más allá de los intereses
personales de cada uno. Muchas veces creemos que es suficiente estar
en un camino de crecimiento personal para saber convivir con los
demás. Pero hace falta desarrollar esto en la práctica, con las
personas que nos rodean en nuestro día a día, a través de la
comprensión, la tolerancia una comunicación abierta, sin
agresividad y aprendiendo a escuchar
Viviendo en
una gran ciudad se evidencia aún más el grado de desconexión con
los demás al que hemos llegado. Viajar en el metro y observar las
dinámicas y lo que pasa a nuestro alrededor siempre ofrece muchos
momentos de reflexión. El otro día subió en
el mismo vagón en el que yo viajaba un chico con una guitarra, lo
típico a lo que nos hemos acostumbrado en los últimos tiempos.
Alguien que viene, nos cuenta sus penas y nos pide dinero. Este
chico empezó a tocar la guitarra y a cantar con una pasión y un
sentimiento tal que todo el vagón se calló, y la mujer sentada a mi
lado empezó a llorar. Cada uno teníamos nuestra vida y nuestras
complicaciones, pero de repente, este chico nos había tocado el alma
a todos por igual y habíamos vuelto a nuestra humanidad, a
recordarnos que estábamos rodeados de seres humanos. Cuántas otras
veces en el mismo vagón he observado y vivido yo misma situaciones
opuestas, en las que la gente va corriendo, se queja, se grita o mira
mal a los demás. En cada momento andamos al borde del abismo, y
podemos elegir en qué lado queremos estar: el del individualismo o
el del compartir. Esta es la magia que está presente en cada momento
que compartimos, la posibilidad de que nos toquen el alma y nos
recuerden quienes somos.
Está en
nuestras manos elegir la humanidad que queremos formar, y hacia dónde
queremos que vaya nuestra especie. Es demasiado fácil quedarse
parado y quejarse de lo mal que va el mundo y afirmar que el hombre
es malo por naturaleza. Todos somos responsables y libres en cada
momento de hacer que así sea, o no. Y tú, ¿a
qué humanidad quieres pertenecer?
Podemos
elegir estar abiertos a los demás, ser más comprensivos, no juzgar
a nadie sino aceptar a los otros tal y cómo son y, sobre todo,
destruir las barreras que nos impiden un verdadero contacto con los
demás. Podemos elegir en cada momento ser más “humanos”, porque
está en nuestra naturaleza.
El camino
del compartir y colaborar con los demás es el único que nos lleva a
la plenitud en nuestras vidas. Y es el único que nos puede permitir
evolucionar y desarrollarnos como humanidad, en lugar de
autodestruirnos.